MI VIDA DE AMARILLO 2.
Había cumplido los
cincuenta, y por tanto, debía ajustarme
a la realidad y encontrar un trabajo remunerado cuanto antes; por lo que
resultaba impensable plantearme siquiera el ponerme a estudiar la carrera
sanitaria. Ni la que no hice en su momento, ni cualquier otra; así que me
matriculé en una academia y después de tres mesecillos de clases y otro más de
prácticas, me dieron un diplomilla que dice que soy celador de Instituciones
Sanitarias.
No había pasado ni un mes desde que acabé mis prácticas como celador, cuando me llamaron de una clínica para ofrecerme un contrato de trabajo temporal. Después vinieron otros, y desde entonces trabajo intermitentemente como celador y muy de vez en cuando como actor. Trabajar como celador en hospitales, el último escalafón de las categorías profesionales en la sanidad de nuestro país, me ha exigido humildad y volverme a inventar a mí mismo; me ha supuesto responsabilidades inusitadas, relaciones sociales y laborales nunca antes experimentadas y multitud de experiencias; unas anodinas y cansinas, y otras cargadas de intensidad… dramática. He visto la muerte de cerca. He asistido a personas sufriendo, he aprendido a sonreír entre lágrimas y a limpiar la mierda de culos enfermos. He acogido en mis brazos a personas naciendo, madres pariendo y personas muriendo. He visto, tocado y olido defecaciones, orines, sangrados, úlceras, huesos descarnados, tripas infectadas, restos de órganos humanos; hombres y mujeres desnudos gritando de dolor, gente de ochenta, noventa, cien o incluso más años de edad que llaman entre sueños a sus madres y a sus maridos y esposas ya muertos…
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