MI VIDA DE AMARILLO 22.

 


Esta semana me toca atender a los pacientes de la Unidad de cuidados paliativos.

El jueves pasado trabajé en turno de mañana, y cuando bajé de la planta para disfrutar de mi ratito de descanso y tomar el desayuno, una enfermera me pidió que aprovechara para bajarme tres autorizaciones de nuevos ingresos que debía entregar en el despacho de admisión, pues me queda justo al lado de donde suelo desayunar.

Casi siempre que me encargo de transportar estas autorizaciones, suelo fijarme por curiosidad en los nombres y apellidos de los nuevos pacientes que van a ser ingresados en el hospital. Supongo que aquella mañana sentía más apetito que curiosidad, y no me llamó la atención ninguno de los nombres que figuraban en aquellos papeles.

Desde que se entrega en admisión la autorización para el ingreso de un paciente, hasta que éste llega a nuestro hospital, suelen transcurrir como mínimo unas horas; pero en esta ocasión fue todo mucho más rápido, pues estaba aún sin terminar mi tentempié matutino, cuando una compañera me avisó de que me habían llamado de mi planta para comunicarme que debía ir a la puerta donde llegan las ambulancias, porque tenía ya esperando a uno de los nuevos pacientes a ingresar; pero como mi compañera se percató de que aún no había terminado mi fruta, y que me estaba deleitando con ella con cierta avidez hambruna, me ofreció sustituirme en el servicio requerido, así que le agradecí su generoso ofrecimiento y seguí con mi manzana. En cuanto terminé el último bocado, volvieron a llamar de la planta, y para mi absoluta sorpresa me avisaron de que un nuevo ingreso me esperaba en la puerta, y así pues, me fui a cumplir con mi trabajo.

Después de hacer el nuevo ingreso, pregunté por la compañera que me había hecho el favor de dejarme terminar mi desayuno con el fin de volver a darle las gracias, antes de seguir con mi tarea en planta, pero me dijeron que aún no había terminado de hacer el servicio de ingreso en el que me estaba sustituyendo, pues había quedado encerrada en un ascensor junto al nuevo paciente y un familiar que le acompañaba.

Cuando por fin los técnicos ascensoristas consiguieron liberar a los encerrados, fui a su encuentro, para hacerme cargo de la finalización del ingreso del paciente en planta, y al entrar con él en un nuevo ascensor, me extrañó un gesto que me hacía insistentemente mi compañera, señalando con un dedo su mascarilla a la altura de su nariz. Cuando ella salió del ascensor donde yo me quedaba con el paciente y su familiar para subirlos a planta y la puerta se cerró, caí en lo que mi compañera quería advertirme: el paciente desprendía un olor fuerte y desagradable. El hombre apestaba, vamos, una cosa insoportable.

El nuevo paciente traía un aspecto deplorable, con ropas muy sucias y un estado general que parecía de abandono total. Al desnudarlo para asearlo y ponerle el pijama del hospital, el olor se hizo aún más fuerte, y pudimos apreciar multitud de pequeñas heridas por el cuerpo; que paradójicamente no parecía tan sucio ni daba la impresión de dejadez absoluta que habíamos visto hasta entonces, pues lo que más impactaba era su cabeza y gran parte de su rostro que estaba repleto de importantes heridas mezcladas con algo como moho de color verdoso, que yo era incapaz de determinar qué cosa podía ser aquello. Lo primero que pensé, en mi ignorancia, fue que se trataría de suciedad mezclada con heridas ensangrentadas, las que con el tiempo se habrían resecado y habían producido esa especie de costras como moho verdoso, que le cubrían el cráneo y caían por la cara chorreando junto a sus dos orejas, mezclándose también con su barba escasa y desperdigada, blanquecina, amarillenta y sucia como la nieve en la pandemia; lo que le imposibilitaba dibujar gesto alguno en su semblante. Por eso pensé que nos íbamos a tener que esmerar en su aseo; pero para mi sorpresa, solo le lavamos el cuerpo y le cambiamos el pañal y algunas vendas. Las costras de la cara y la cabeza, ni las tocamos.

El olor pestilente era ya casi insoportable en la habitación y también empezaba a inundar el pasillo. Salimos y yo pensé que aquel pobre hombre sería un indigente, aunque no me explicaba cómo podría ser que hubiera caído en aquel estado de abandono, porque había llegado en la ambulancia acompañado de un familiar, que aparentemente se preocupaba por él…

Pregunté a las enfermeras por qué no podíamos limpiar lo que yo creía que eran costras de suciedad, y me dijeron que lo que nuestro paciente recién ingresado sufría era un cáncer de piel.

Ayer sábado volví a la planta de paliativos, entré en su habitación, y aunque parecía aún más desmejorado, estaba dormido y aparentemente tranquilo. Tenía la cabeza cubierta con un vendaje que le caía sobre el ojo derecho. Tal como me pareció ya cuando lo vi por primera vez, su rostro, aunque muy desfigurado, me resultaba “familiar”, y curiosamente me recordaba a alguien que casualmente había visto unos días atrás en una fotografía antigua de un reconocido escritor.

El fuerte olor persistía en la habitación, pese a estar continuamente ventilada, y cuando me despedí de él, simplemente susurrando “hasta luego, amigo”, se despertó y abrió los ojos lentamente y con dificultad. Mientras apartaba un poco el vendaje de la cabeza para que pudiera abrir mejor el ojo derecho que se lo tapaba, volví a pensar en lo mucho que me recordaba al rostro del escritor que había visto recientemente en esa fotografía con la que me encontré mientras buscaba información en internet sobre otros asuntos que nada tenían que ver, en principio, con el paciente que parecía sufrir dolorido y postrado en aquella cama de hospital.

Hoy domingo, a mi llegada al hospital, los compañeros me avisan que en la planta de paliativos, donde me toca trabajar también hoy, han fallecido cuatro de “mis" pacientes en las últimas horas. Una de mis compañeras me comenta: -“Uno de ellos era poeta, que por lo visto le habían dado un premio y todo…” -

Reviso urgente y casi nervioso el registro del mortuorio, y entre otros tres, encuentro su nombre y apellidos.

Repaso su biografía y me encuentro con una frase que en algún momento fue pensada y dicha por aquel poeta con quien tuve el privilegio de encontrarme hace tiempo.

“El permanecer en la brecha te rejuvenece. El que no se queda callado, el que iguala el pensamiento con la vida, tiene ya mucho ganado para rejuvenecer".

La leo y la releo, pienso en ella y le recuerdo frente a mí cuando vivía y daba charlas… y lo vuelvo a ver en mi mente postrado en la cama de paliativos, con su mirada en mí, sin que yo fuera capaz de reconocerle. Y su cita me hace sentirme estúpido y viejo.

Decidí no seguir escribiendo en "Mi vida de amarillo" cuando las autoridades sanitarias resolvieron que el hospital donde trabajo quedara entre los poquísimos limpios de COVID en la comunidad de Madrid, porque creí que a nadie más le iban a seguir interesando mis vivencias, emociones e impresiones experimentadas durante mi trabajo como celador sanitario, pues ya no iba a contar nada relacionado con la pandemia; pero ahora siento que de alguna manera, modestamente, el recuerdo y la cita del poeta con quien me he reencontrado fortuitamente en los últimos instantes de su vida, me invitan a volver a esta escritura.

Descansa en Paz, amigo, y gracias.


“Hace años leí casualmente una noticia en un periódico. Era una crónica sobre la muerte de un poeta. No había escuchado antes su nombre, siquiera leído uno de sus versos, pero sentí una pena inexplicable, intuyendo que en cada poeta que muere perdemos algo trascendental de nosotros mismos. La poesía es sentir el inabarcable misterio que nos rodea, el arte de hacer las preguntas adecuadas antes de morir. Un poeta habla porque ha escuchado el silencio del mundo, le ha limpiado del enorme ruido que hacemos…” 

Francisco Negro. (de la web de Morfeo Teatro.)

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