MI VIDA DE AMARILLO 34.
Durante su larga y anterior estancia en el hospital, comprobé, a pesar de sus dolencias y que como digo era complicado satisfacer todas sus exigencias o mejor dicho, la manera de solicitar la satisfacción de todas sus necesidades, que es un hombre que tiene o tenía una cierta dosis de un humor muy peculiar a la hora de relacionarse con sanitarios y otros pacientes; y lo cierto es que a mí me tocó tratarlo con bastante frecuencia, por lo que tuvimos ocasión de charlar sobre diferentes temas, acaso triviales; entre los cuales, y quizá fuera uno de sus favoritos, la comida y los restaurantes en los que él recordaba haber deleitado el gusto y saciado su apetito, que nunca debió ser escaso, dadas las dimensiones de su cuerpo, y el goce con el que recordaba sus aventuras gastronómicas por las que yo me dejaba llevar escuchándole y curioseando entre una y otra.
La verdad es que aunque a veces me sentaba mal cómo trataba a quienes le atendíamos, y su actitud tal vez un tanto déspota y soez en ocasiones, a mí me caía bien, y estoy seguro de que yo a él también. Y por qué no decirlo, confieso que sentía empatía por él. Si me ofendía en alguna ocasión, solía obviarlo, y simplemente ese día no le daba conversación, y cumplía con mi trabajo sin más.
Tomás fue dado de alta en el 2020, cuando la primera ola de la pandemia del coronavirus nos tenía desbordados, y él era de los pocos pacientes que no se había contagiado. El riesgo que hubiera supuesto para él contagiarse de covid, supongo que hubiera sido definitivo para su estado de salud, y es por lo que imagino que la gerencia decidió precipitar su alta para protegerlo, pero no porque hubiera mejorado de los motivos por los que estaba hospitalizado.
Esta mañana, mientras desayunaba en el retén, he oído hablar a mis compañeros sobre lo harto que estaban de atender a un paciente que llevaba un mes ingresado, y que lo habían pasado recientemente a la unidad de paliativos, obviamente porque su estado de salud, al parecer era irreversible. He preguntado cómo se llamaba el paciente a estos compañeros que hace pocos meses que trabajan con nosotros, y no estaban seguros de cuál es su nombre. Pregunté si podía ser su nombre Tomás, y me respondieron que les sonaba que sí, que quizá se llamara así.
A lo largo de mis visitas a Tomás en el anterior periodo que estuvo ingresado, fui haciendo, con su beneplácito, una lista de restaurantes que me recomendó, y que prometí visitar cuando me fuera posible para probar a degustar las delicias que según él ofrecían en sus cartas. Con detalles de ubicación, precios, especialidades. Era increíble con cuanto detalle lo recordaba todo, lo mucho que disfrutaba dándome esos apuntes, y la satisfacción que experimentaba al observar que yo lo iba apuntando todo en mi libretita de trabajo. Y la verdad es que yo no lo hacía sólo por proporcionarle ratos de entretenimiento, lo hacía porque a mí también me gusta el buen yantar, obviamente, aunque mi poder adquisitivo es bastante limitado, pero oye, de vez en cuando, hay que darse un homenaje… y como en estos dos últimos años, poco a poco, he podido ir permitiéndome el disfrutar con mi pareja y algún familiar de varios de esos restaurantes, la verdad es que me pareció una excusa perfecta ir a contárselo y agradecérselo, para hacerle una visita y darle la bienvenida en su nueva habitación.
Y efectivamente, allí estaba Tomás, postrado en esa nueva cama de paliativos.
-¡¡Tomás!! ¿Qué tal está usted? ¿Se acuerda de mí? ¡Soy Alberto!-
Como en otros casos parecidos, entro en la habitación pregonando mi saludo, como si fuera un feriante que anuncia una atracción de circo, con los brazos abiertos y prometiendo amistad para toda la vida…
Tomás, que ha perdido como treinta kilos o más desde la última vez que le vi, me responde, sobrio, serio: -Sí, claro que me acuerdo de ti, Alberto-
Le cuento que he podido disfrutar de algunos de los restaurantes que me recomendó, y le doy las gracias, y él, como extrañado, me sigue mirando muy serio y me pregunta que a qué restaurantes me refiero, y yo se los voy nombrando, y le detallo lo que comí en cada uno de ellos, y lo que probaron las personas que me acompañaron, pero Tomás me mira perdido, y no recuerda ninguno de ellos, como si no los hubiera oído nombrar en su vida.
No sé qué hacer. Me gustaría darle un abrazo a ese hombre que dicen que es tan antipático y difícil de tratar como paciente… le deseo lo mejor, y le digo, que bueno, que no pasa nada, que ya le visitaré en otra ocasión, y él me dice que sí, que seguro que nos volveremos a encontrar por allí.
Al salir, me encuentro en la puerta de la habitación, a punto de entrar, a una de las compañeras que estaba hablando de él en el retén junto al auxiliar con el que está trabajando, y les digo con mi mejor intención: -Tened paciencia con él, se le ve muy malito, y es buena gente- . Mis compañeros me miran pasmados y me dicen “¿Buena gente? Tú flipas…”
–Bueno, hombre, paciencia… Tampoco es para
tanto, ¿no? Que os sea leve-
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