MI VIDA DE AMARILLO 35.
Tropecé con un cacharro metálico. No sé en donde tenía la mente, pero lo cierto es que no lo vi, y como no quería caerme, hice lo posible para recuperar el equilibrio. No hubo remedio. Me di de bruces contra el suelo. Estaba solo en un rincón absurdo del hospital, y nadie me vio. Me recompuse lo más rápido que pude y maldije mi torpeza. No me había pasado gran cosa, tan solo un pequeño rasguño en un codo y otro en una rodilla.
Comienzo a andar para continuar con mis tareas. Hoy estoy en la planta de traumatología, y todo son idas y venidas. Que si llevo a un paciente a una radiografía, que si a otro a una ecografía, otra radiografía, y otro escáner, y otro y otro… y que si levanto a un recién operado de una pierna, que si aseamos a una paciente recién operada de la cadera, que si llevo una analítica al laboratorio, que si llevo una petición de sangre al banco de sangre; un paciente que recibe el alta y hay que llevarlo en silla de ruedas hasta la puerta, otro que acaba de salir del quirófano, etcétera, etcétera…
Cuando llevo a pacientes de esta planta para que les hagan pruebas, lo bueno que tiene es que no están muy enfermos, y al contrario del resto de los pacientes del hospital, se puede conversar con ellos sin que te respondan incongruencias, como les pasa a la mayoría de pacientes de las demás plantas. A mí me gusta llevarlos a unos y a otros porque para ellos casi siempre supone salir de la rutina de la habitación y siempre suelen estar en buena disposición.
-¿Fulanit@ de tal? ¡Nos vamos a dar un paseíto!-
Así es como casi siempre empiezo mi relación con los pacientes que transporto en la silla de ruedas que preparo con esmero para cada uno de ellos con su sábana limpia o su empapador, según el caso, y algo para taparles, porque “hace un poco de frío por los pasillos”. Lo primero que les muestro es el jardín del hospital, que es muy majo, aunque hace algún tiempo le han puesto césped artificial, y la verdad es que ya no es lo mismo, pero aún así, es como una explosión de colores vivos y naturales en contraste con los blancos y grises de las habitaciones… -y fíjese que cuidado está, eh-. Si el o la paciente anda un poco despistad@, me pregunta que adónde vamos, y eso a mí me encanta, porque me da lugar a soltarles mi primera chorrada:
-¡Al retiro! ¡A tomar unas cañitas! ¿Le apetece?-
Y ahí arranco la primera sonrisa, por lo tonto de la broma, y empieza nuestra conversación camino de las pruebas. Que si de dónde es usted, que si conozco su pueblo, que cual es la comida más típica de allí o hay que ver cómo me gusta a mí su barrio… y el rato de ida y vuelta pasa en un pispás.
Cuando me levanté de mi caída no noté dolor alguno por los rasguños que me hice, ni apenas sangré, solo sentí una pequeña punzada en el gemelo derecho, nada importante, aunque desde un primer momento, un tanto molesta. Seguí con mis idas y venidas, empujando sillas de ruedas, camas, y demás… hasta que me crucé con un joven fisioterapeuta cuando ya la molestia se me había transformado en un dolor inexplicable en el gemelo que me impedía caminar sin cojear notoriamente.
-Oye, Fulanín, ¿no llevarás por ahí un poco de “Réflex”, que no sé qué me pasa que tengo un dolorcillo por aquí en la pierna…?- le pregunté con aire campechano al “fisio”, y él me miró como casi ofendido, y me dijo que no, que de eso no tenían; como si por lo que yo preguntaba fuera algún remedio casero y profano que se hubiera utilizado allá por el pleistoceno más o menos… (Reacción que aún sigo sin entender, pero en fin…) El caso es que me recomendó pasarme por el gimnasio de rehabilitación del hospital, cosa que hice en cuanto me fue posible, porque la verdad es que aquello de la punzada había ido muy en aumento, y apenas podía caminar… y lo poco que caminaba, lo hacía cojeando…
La fisioterapeuta que me atiende me dice que por pierna derecha, parece que tengo más bien la pata de un cachorro de elefante, y que algo me ha pasado ahí, así que después de palparme bien, me pone una tira kinesiológica de color azul (mi color favorito) a lo largo del gemelo, me aplica hielo en la zona, y me dice que me tiene que ver ya mismo un traumatólogo porque ahí se ha roto algo….
Así que me voy al retén con mi hielo y mi cinta… y me quedo allí esperando, y mi jefe me dice que va a buscar a uno de los traumatólogos de la planta donde yo estaba trabajando para que me eche un vistazo. Pero es viernes, y casi la hora del fin de la jornada de mañana, y como por las tardes en nuestro hospital no suele haber traumatólogos… pues resulta que ya no queda ninguno…
Mis compañeras y compañeras van pasando… yo, con mi hielo, y el pantalón blanco del uniforme manchado por la caída… y “¿qué te ha pasado?” me pregunta una, y -¿qué te ha pasado?- me pregunta otro… y así se va pasando la hora del cambio de turno, y los que llegan me siguen preguntando, y yo continúo esperando… sintiéndome ridículo… sin saber qué hacer…
Una buena compañera me hace caso y me busca unas muletas, y entonces compruebo que ya no puedo andar ni con muletas… y al regresar de nuevo el jefe me dice que voy a tener que irme a que me vean en urgencias del “Gregorio Marañón”…
Pero ¿cómo voy a ir, si no puedo andar? Se ve que a mi jefe le viene fatal tener que responsabilizarse él de llevarme a urgencias. Es un buen chaval, pero le noto agobiado. Y eso no es fácil. Verlo agobiado, digo. Es una persona muy resolutiva y que nunca lo he visto desesperarse ni exteriorizar irritación ante ninguna situación conflictiva. ¡Y mira que las hay en el hospital!
Lo cierto es que mi jefe va y viene adonde yo estoy. Supongo que le han caído varios marrones de última hora que le impiden poderse ir a casa a su hora, y algo me hace pensar que hoy le afecta especialmente por algún motivo personal, que por supuesto no va a contar ni siquiera exteriorizar, pero a mí me preocupa, porque le noto una cierta inquietud impropia de él.
Y yo veo pasar el tiempo y sigo dolorido en retén, sin saber con seguridad quién me va a llevar a que me vean en urgencias ni cuanto tiempo más voy a pasar allí, inmovilizado y dolorido.
Por fin llega el momento después de unas horas y mi jefe le pide a uno de mis compañeros del turno de tarde, que ya hace un rato se acaba de incorporar, que me acerque en una silla de ruedas hasta el garaje del hospital. Qué ironía, ¿no? Toda la semana trasladando pacientes en silla de ruedas para que les hagan pruebas, toda la semana trabajando en la planta de traumatología, rodeado de traumatólogos y fisioterapeutas, pero ahora no queda ninguno para que me eche un vistazo y soy yo a quien tienen que movilizar en una silla de ruedas, pero en mi caso no es para llevarme a rayos o al escáner, sino para llevarme al garaje… cosas que pasan…
Mi compañero me lleva hasta donde está el coche privado de mi jefe. No sé porqué no usa el del hospital, que es más grande, y entiendo que sería más apropiado, y deduzco que será porque el hombre tendrá pensado dejarme en urgencias y salir pitando para su casa, porque supongo también que se le ha hecho muy tarde.
En esto pasa un coche que para junto a nosotros en el mismo garaje. Se trata de la doctora que lleva el departamento de salud laboral en el hospital, que al verme en la silla de ruedas se detiene, me pregunta, y le cuento lo que ha pasado; me dice que lo lamenta, y me da su dirección de correo electrónico para que le envíe el parte de accidente de trabajo cuando pueda, me aconseja que me cuide, me desea una pronta recuperación y tira millas.
Joder, cómo duele esto, me digo yo a mí mismo. Me ayudan a subir al coche de mi jefe y me acerca al otro hospital. Por el camino, que tan sólo son unos breves minutos en coche, me explica que ha hablado con alguien que él conoce allí para que me atiendan con prontitud, y que además, como los dos vamos de uniforme, la cosa será coser y cantar. Al llegar me ponen en el box de triaje una pulserita con el color que significa “alta prioridad” y me quedo allí esperando, dolorido, entre no sé cuanta gente con brazos rotos y múltiples lesiones.
Al cabo de dos horas y media de estar aguantando el dolor en mi pierna, sin saber si se acordarán de mí o ya se han olvidado, me llaman, me preguntan, explico y me vuelven a dejar esperando otra media hora más. Me hacen unas radiografías, me dicen que tengo una “probable rotura fibrilar”, y me explican que dicen “probable” porque no me pueden hacer una ecografía para confirmarlo. Me vendan la pierna, y me dicen que ya me puedo ir.
Tal como me encargó mi jefe, al terminar todo esto, le llamo para contarle que ya me han atendido, y me dice que está en casa, que estaba preocupado por mí, que se alegra de que por fin me hayan atendido y me desea que me mejore. Y yo pienso…”¿qué hago ahora?”
Está claro que tengo que volver a mi centro de trabajo, porque me he de cambiar, recoger mi mochila y ver cómo vuelvo para casa. Así que me pongo a ello. Salgo de urgencias, y pienso que sólo tengo que cruzar todo el complejo del Gregorio Marañón, un par de calles más y ya habré llegado a mi hospital.
Caminando en condiciones normales, no se tardaría más de unos diez minutos en total, así que echo andar con mi muletas, pasito a pasito… -joder, cómo duele esto-, pero optimista, porque sé que no va a ser para tanto. Y yo me digo a mí mismo que puedo con eso y con muchísimo más, pero de pronto, nada más comenzar el itinerario de regreso, me encuentro con una valla que me corta el paso porque están de obras en las instalaciones, y no sé por dónde continuar. Me he hecho un lío, y temo que tenga que volver para atrás y cruzar todas las instalaciones y hacer el recorrido por el exterior, rodeando todo el hospital. (¡Madre mía!)
En esto se fija en mí una trabajadora de la limpieza y me pregunta si tengo algún problema. Ella observa mi uniforme, y supone que trabajo allí, pero me mira con extrañeza al verme andar torpe y con muletas; se lo explico todo, y se ofrece para conducirme por el interior de uno de los edificios, para cruzarlo de un lado al otro, para acortar distancia, y desde allí seguir hasta el exterior en dirección a mi destino.
Una vez que después de salir del edificio, llevo andado ya en solitario de nuevo, la mitad del recorrido que aún me queda por el exterior, me siento en un banco a descansar. Llevo más de media hora andando con ayuda de mis muletas y aún me queda un ratito. Me echo un cigarrito en el banco, vestido con mi uniforme de celador, cansado y acompañado tan solo de mis muletas. Me siento ridículo, patético. La gente me mira al pasar junto a mí, e imagino que me ven tan absurdo como me siento yo…
Son ya casi las ocho de la tarde cuando por fin entro en uno de los dos edificios que componen el hospital donde trabajo, porque es ahí donde he dejado mi mochila, aunque todavía tengo que ir hasta el otro que está enfrente, donde están los vestuarios para cambiarme. Cuando entro en el retén, los compañeros con los que me encuentro me preguntan qué tal me ha ido, y yo les digo que estoy un poco mejor, le doy las gracias al compañero que antes me llevó en silla de ruedas obedeciendo la orden de nuestro jefe, recojo mi mochila y tiro para el otro edificio, poquito a poco, ayudado por las muletas prestadas…
Por
fin ha llegado mi mujer, mi compañera, y juntos esperamos en el recibidor del
hospital un coche con conductor que hemos pedido con el móvil para que nos
acerque a casa. Estamos esperando.
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